<<Tempestad en la Montaña>>
Sin más preámbulo dejemos al propio Dr. Hernández que nos cuente su travesía:
"Ya he comenzado a gustar de las bellezas que tiene la profesión por estos lugares, bellezas que, si comparamos con ella las que tiene Caracas, encontramos que las de allá son tortas y pan pintados. Figúrate que en días pasados me vinieron a buscar para que fuera a ver a un enfermo; eran la seis de la tarde, y el lugar en que éste se encontraba, distante de casa como seis leguas, es de los que se encuentran metidos en toda la serranía. Con toda paciencia hice ensillar mi caballo- que dista mucho de ser bueno- y tomé rumbo hacia el pueblecillo, seguido del individuo que vino por mí, caballero en un magnifico caballo; habríamos caminado cosa así como dos leguas cuando la noche se nos vino encima, negra como pocas y tempestuosa: yo le hice notar a mi compañero que mi caballo tenía tendencia a encabritarse y que el suyo quería imitarlo, a lo que él me respondió: que nada tenía en particular, porque, como yo bien podía ver, dentro de poco desencadenaría una tempestad y que lo mejor que podíamos hacer era apresurar nuestras cabalgaduras para ganar camino y sobre todo tiempo.
Las palabras de mi compañero no era de naturaleza para tranquilizarme; sin embargo, yo seguí mi camino con cierto malestar, que al principio creí que sería la inquietud que tenía por el peligro, pero que pronto me convencí que era producida por la inmensa cantidad de fluido eléctrico con que iba cargado. Transcurrida media hora más cuando estalló el primer relámpago, inaudito, inmenso: parecía que nos habíamos sumergido en un océano de luz; se vio todo, los cerros, las hondonadas, el cielo que estaba lleno de agua; te digo que me quedé ciego durante cinco segundos aproximadamente, y sólo volví de mi estupor porque mi caballo, que se había encabritado y que no me tumbó milagrosamente, había arrancado a correr con furia siguiendo a el de mi compañero, que había manifestado de un modo idéntico su temor. A pocos segundos de intervalo vino el trueno, e inmediatamente grandes gotas que muy luego se hicieron chorros de agua nos inundaron y, lo que es muchísimo peor, humedecieron el piso del camino de tal suerte que nuestros caballos, en lugar de caminar, lo que hacían era rodar. Mi compañero, encendió una linterna e hizo que cambiara de bestia, montando él en la mía "porque -decía él- le parecía que yo no era muy buen jinete". Efectivamente, una vez en su caballo me sentí más seguro y continuamos él adelante y yo detrás, y el agua todo alrededor, como decía Núñez Cáceres; cuatro veces estuve a punto de que el caballo rodara conmigo; por fortuna que era un animal muy obediente al freno, y bastaba sujetarlo un poco para que se detuviera, en un camino que parecía de jabón. Llegamos a las dos de la madrugada; y yo me acariciaba las ternillas que estuve a punto de perder.
He visto muchas descripciones de tempestades, y todas me parecen débiles ante la realidad y frías; es cierto que las que he visto descritas por autores buenos nunca han tenido lugar en los Andes, donde todo tiene lugar en grande.
Alfredo Gómez Bolívar